En el marco de las discusiones académicas sobre los efectos de los mecanismos de mercado en la educación uno de los temas más controversiales es, sin duda, el de la reconceptualización de la educación como mercancía. Durante las décadas previas al ascenso del neoliberalismo y el proyecto de globalización económica, la representación de la educación como un derecho era una de las visiones dominantes acerca del carácter del fenómeno social referido como educación. Precisamente, una de las funciones de los sistemas burocrático-gubernamentales de educación era la de salvaguardar el derecho de la población a una educación gratuita y de calidad. En la década de los sesenta, cuando comenzaron a emerger los primeros síntomas serios de las disfunciones de los sistemas educativos gubernamentales, entraron en escena nuevas aproximaciones teóricas, cercanas a la economía, que plantearon el tratamiento de los fenómenos educativos desde una lógica distinta, marcadamente instrumental.

La economía de la educación fue una de las primeras aproximaciones que propició la transfiguración del concepto de educación socialmente aceptado en los sesenta y setenta. Sobre esta disciplina cabe mencionar[1], llanamente, que se trata de una rama de la economía que estudia los efectos que tiene la educación en la actividad económica (Psacharopoulos, 1987; Morduchowicz, 2004). En suma, dos de los principales objetos de investigación de esta disciplina son (Pineda, 2000), la valoración de la educación como factor de desarrollo económico, y el conocimiento de los aspectos económicos de los procesos educativos, tales como los costes, la financiación, la rentabilidad y la planificación. El doble carácter de la economía de la educación[2] le ganó cierta influencia para explicar las relaciones que existen entre los problemas macroeconómicos y los asuntos de la esfera de la educación, formal e informal. Tal postura atrajo la atención de numerosos actores políticos en varios países, particularmente, durante la coyuntura marcada por la crisis financiera internacional (Mendoza, 2010), y la ralentización de la productividad global (WEFORUM, 2013).

En breve, desde una perspectiva macroeconómica, la disciplina precitada tendió a representar la educación como una inversión que genera, en el plano individual, el aumento de los ingresos de las personas, y en el plano social, el incremento de los ingresos colectivos (OCDE, 1998). La postura descrita introdujo una nueva axiología según la cual, las prioridades de los sistemas educativos se conciben en términos de gestión, eficacia, rentabilidad, productividad y evaluación. En otras palabras, la economía de la educación suele concebir los asuntos educativos en función de una serie de conceptos ajenos a la red de relaciones/conversaciones que existen entre los profesores y alumnos en la realidad empírica del aula. Los orígenes de la representación de la educación como inversión pueden rastrearse hasta la teoría del capital humano, aproximación que surgió en un contexto de bonanza económica y optimismo en torno a los efectos sociales y económicos de la educación.

En cuanto a la representación puntual de la educación como mercancía, se estima que fue la teoría de los mercados educativos la perspectiva responsable de la propagación de esta acepción, particularmente, entre los responsables de las políticas educativas (Chubb y Moe, 1990). En el marco microeconómico, de acuerdo con esta lógica economicista, la educación es, esencialmente, un valor, en tanto objetivación del trabajo humano y, como tal, puede participar en el proceso capitalista de valorización (Sztulwark, Míguez y Juncal, 2011). En este sentido, es importante no perder de vista que el ciclo de producción capitalista no está dirigido a la satisfacción de las necesidades sino a la consecución de plusvalor. Tal ajuste de tuerca supone, por tanto, que la formación integral de los estudiantes deja de ser el leitmotiv del sistema educativo.

Específicamente, la lógica economicista concibe la educación como una mercancía tipo servicio, una cosa inmaterial que refiere un cambio en la condición del consumidor, derivado de la actividad de alguna otra unidad económica, con el previo consentimiento de aquél (Hill, 1977). En este caso, se hace alusión a un cambio en la condición mental de las personas (Fuenmayor y Granell, 2000). Pensar la educación en estos términos implica pensar los fenómenos educativos en función de los tres ámbitos del ciclo económico, oferta, demanda e intercambio. Esta decisión, a su vez, supone una redefinición profunda, tanto de los problemas de la educación como de sus efectos. Por ejemplo, desde la perspectiva de la oferta, la prestación de los servicios educativos constituye un proceso de producción, donde la gestión desempeña un rol clave, en tanto el proceso mediante el cual, los prestadores de este tipo de servicios coordinan el eficiente aprovechamiento de los recursos educativos (presupuesto, infraestructura, capital humano) para la producción de una serie de resultados educativos deseables (verbigracia, las competencias profesionales), desde un punto de vista económico y social. En la práctica, la lógica referida ha dado lugar a una serie de cambios en el marco institucional de los sistemas educativos, como la introducción de la evaluación institucional, proceso que, entre otras cosas, evalúa las capacidades de gestión de las universidades.            

Durante las últimas tres décadas, la concepción de la educación como una mercancía ha ganado fuerza en el sentido común. Desafortunadamente, existe un déficit de conocimiento sobre el impacto que esta reconceptualización está ejerciendo en diversos ámbitos, como el de las propias instituciones educativas. Independientemente, de que la acepción en cuestión es más la expresión de una postura profundamente ideologizada, que la descripción de una realidad empírica concreta, la adopción de esta lógica por parte de los actores políticos responsables de la coordinación de los sistemas educativos es, al menos, un fenómeno social preocupante. Ya que, por lo general, la aceptación de esta idea viene acompañada de la implementación de una serie de políticas orientadas a la estructuración de diversos mecanismos de mercado. El cuerpo de evidencia empírica disponible muestra que la estructuración de estos mecanismos puede agudizar ciertos problemas educativos, sobre todo, aquellos vinculados con la reproducción de las desigualdades. Por tanto, se estima que es crucial continuar investigando, cuál es el grado de arraigo de esta nueva concepción entre los diferentes actores intervinientes en los sistemas educativos, y de qué forma tal lógica media sus disposiciones y respuestas conductuales.


Referencias

(1) Chubb, J. y Moe, T. (1990): Politics, markets & America’s schools, Washington, The Brookings Institution.

(2) Fuenmayor, A. y Granell, R. (2000). La calidad de la educación: una aproximación conceptual. Revista de Educación, núm. 323, pp. 29-42.

(3) Hill, T.P. (1977). On Goods and Services. The Review of Income and Wealth, 23 (4), pp. 315-338.

(4) Mendoza, J. (2010). Tres décadas de financiamiento de la educación superior. En Arnaut, A. y Giorguli, S. (Coord.), Los grandes problemas de México, Vol. VII, Educación (pp.391-418). México, D.F.: El Colegio de México.

(5) Morduchowicz, A. (2004). Discusiones de Economía de la Educación. Buenos Aires, Argentina: Losada.

(6) OCDE (1998). Human Capital Investment. Paris: OCDE.

(7) Pineda, P. (2000). Economía de la educación: una disciplina pedagógica en pleno desarrollo. Teoría de la Educación, 12, pp. 143-158.

(8) Psacharopoulos, G. (1987). Economics of Education. Research and studies. Oxford: Pergamon Press.

(9) Sztulwark, S.; Míguez, P. y Juncal, S. (2011). Conocimiento y valorización en el capitalismo industrial. Revista de historia de la industria, los servicios y las empresas en América Latina, año 5, núm.9, segundo semestre, pp. 1-20

(10) WEFORUM (2013b). Jobs for Growth and Growth for Jobs. Global Agenda Council on Employment. https://www.fes.de/gewerkschaften/common/pdf/Jobs_WEF%202013.pdf


[1] Entre los economistas estudiosos de la educación tiende a predominar la idea de que la disciplina es tanto una ciencia de la educación como una rama de la economía.

[2] Hasta cierto punto, aún persiste el debate respecto a la licitud de la definición de la economía de la educación como una disciplina pedagógica. Tal discrepancia, puede colocarse en el marco de las discusiones, aún irresueltas, acerca de cuál es la forma válida de referir las distintas perspectivas que analizan los fenómenos educativos, bien como un conjunto de diversas Ciencias de la Educación, bien como una sola ciencia, la Pedagogía. En este contexto, otro asunto por resolver es el de la validez de pensar en la Pedagogía y la Teoría de la Educación como disciplinas convergentes (Pineda, 2000).

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